Sublimación artística. Un acercamiento con Courbet, Derrida, Freud, Klein, Leonardo y Lacan

Un “velo”, un doble fondo desplazable que enmarca una pintura de André Masson, cubría El origen del mundo, obra de Courbet colgada en el vestíbulo de la consulta de Lacan. Un artefacto diseñado por Masson, a instancia de Sylvia Bataille, incorporaba a la obra un sistema “de quita y pon” que cubría el cuadro. Una medida que, entre otras cosas, evoca el espacio entre lo bello y lo sublime, aquello de lo que no se puede hablar; un lugar que pone evidencia el poder – decir – ahí, artísticamente. Pero ni los velos ni los marcos son ornamento: son párergon. El encuadre es párergon. Velos y marcos no son ajenos a la obra. El párergon es la operación que informa la exterioridad desde el interior de la obra

Lo específico de la pintura, opuesto a lo accesorio, es lo que Derrida aborda en el primer apartado de La verdad en pintura, titulado Párergon. La noción, tomada de Kant (Crítica de la facultad de juzgar), se refiere al marco, al ornamento, paradigma de lo que no pertenece a la obra. Citamos a Derrida: “No sé lo que es esencial y accesorio en una obra. Y sobre todo no sé lo que es esta cosa, ni esencial ni accesoria, ni propia ni impropia, que Kant llama párergon: por ejemplo, el marco. Dónde tiene lugar el cuadro. ¿Tiene lugar? Dónde comienza. Dónde termina. Cuál es su límite interno. Externo. Y su superficie entre los dos límites. No sé si el lugar de la Crítica donde se define el párergon no es también un párergon”1. 

El párergon se plantea como un irreductible en el adentro de la obra, una tendencia infinitesimal de lo que Kant propone como lo accesorio que interviene en el adentro para suplir una falta interior de la obra. En Restituciones, Derrida dice que la obra de arte es una realidad fantasmática en cuya firma o trazo permanece el cuerpo del artista; un cuerpo ausente y paradójicamente, identificable. La obra existe en tanto está firmada, previa confirmación de las las instituciones que legitiman su existencia. Obviamente, no se refiere a la dimensión gráfica de la firma sino a la complejidad de hacer existir simbólica e idealmente al Otro. No existe una obra de arte previa al refrendo, aval que existe en el destinatario.   

Freud, en El Malestar en la cultura (1929) [1930]: “Volvamos al hombre común y a su religión, la única que había de llevar este nombre. Al punto acuden a nuestra mente las conocidas palabras de uno de nuestros grandes poetas y sabios, que nos hablan de las relaciones que la religión guarda con el arte y la ciencia. Helas aquí: Quien posee Ciencia y Arte también tiene Religión; quien no posee una ni otra, ¡tenga Religión! Este aforismo enfrenta, por una parte, la religión con las dos máximas creaciones del hombre, y por otra, afirma que pueden representarse o sustituirse mutuamente en cuanto a su valor para la vida. De modo que si también pretendiéramos privar de religión al común de los mortales, no nos respaldaría evidentemente la autoridad del poeta. Ensayemos, pues, otro camino para acercarnos a la comprensión de su pensamiento. Tal como nos ha sido impuesta, la vida nos resulta demasiado pesada, nos depara excesivos sufrimientos, decepciones, empresas imposibles. Para soportarla, no podemos pasarnos sin lenitivos («No se puede prescindir de las muletas», nos ha dicho Theodor Fontane). Los hay quizá de tres especies: distracciones poderosas que nos hacen parecer pequeña nuestra miseria; satisfacciones sustitutivas que la reducen; narcóticos que nos tornan insensibles a ella. Alguno cualquiera de estos remedios nos es indispensable. Voltaire alude a las distracciones cuando en Candide formula a manera de envío el consejo de cultivar nuestro jardín; también la actividad científica es una diversión semejante. Las satisfacciones sustitutivas como nos la ofrece el arte son, frente a la realidad, ilusiones, pero no por ello menos eficaces psíquicamente, gracias al papel que la imaginación mantiene en la vida anímica. En cuanto a los narcóticos, influyen sobre nuestros órganos y modifican su quimismo. No es fácil indicar el lugar que en esta serie corresponde a la religión. Tendremos que buscar, pues, un acceso más amplio al asunto”. 

Ahora, citamos a Lacan (La relación de objeto, S.4) a propósito de la manifestación de las construcciones yoicas en Leonardo legibles en su escritura en espejo. Leonardotrabaja en doble” (porque la matriz que acoge lo sinthomático está construida): “(…) no se si alguna vez han hojeado ustedes la reproducción de algún volumen. Produce cierto efecto ver que todas las notas de un señor están escritas en espejo. Luego, cuando las lees, ves que siempre está hablando consigo, llamándose a sí mismo – Tu harás esto, le preguntarás a Juan de París el secreto de la pintura seca, irás a buscar dos pizcas de lavanda o de romero a la tienda de la esquina…-.  Son cosas de este orden, todo está mezclado (…) en esta relación de identificación del yo con el otro instaurada así en este caso; es esencial para comprender cómo se constituyen las identificaciones a partir de las cuales progresa el yo del sujeto. Se puede decir, me parece, que correlativamente a toda sublimación (…) vemos siempre producirse en el plano imaginario, bajo una forma más o menos acentuada según la mayor o menor perfección de tal sublimación, una inversión de las relaciones entre el yo y el otro. Así, tendríamos verdaderamente, en el caso de Leonardo de Vinci, alguien que se dirige y se da órdenes a sí mismo a partir de su otro imaginario. Su escritura en espejo se debería pura y simplemente a su propia posición, cara a cara respecto a sí mismo”2.

En 1929, Melanie Klein, todavía en Berlín, leyó en un diario (Berliner Tageblatt) la crítica de El niño y los sortilegios (1925), ópera de Ravel que se acababa de presentar en Viena. La traducción alemana llevaba por título “La palabra mágica” (Das Zauberwort), palabra que no es otra que “mámá”. Melanie Klein3 lee con detenimiento el libreto de Colette. Cuenta la historia de un niño que se aburre mucho y se enfada con su madre porque insiste en que haga los deberes, prohibiéndole comer pasteles y amenazándole con no darle otra merienda que té sin azúcar y pan seco si no cumple con sus obligaciones. El niño, ante las amenazas y las exigencias de su madre se rebela y demuestra su carácter destrozando todo lo que puede a su alrededor y maltratando a su gato y a una ardilla. Pero los objetos maltratados cobran vida y deciden vengarse. El niño, asustado por la respuesta, se desespera y tratando de escapar de la venganza se refugia en el jardín. Pero ahí lo siguen persiguiendo los animales: las ranas, los insectos … y la ardilla herida. El niño se acerca a la ardilla, le cura la herida y dice en voz baja “mamá”. Se produce el milagro, y el niño mediante este gesto reparador asociado a la palabra mágica, regresa al mundo humano. Klein, dice: “Hablo de los ataques contra el cuerpo materno y el pene del padre que se encuentra en él”. Klein interpreta el sadismo del niño como una respuesta a la frustación oral ilustrando el sadismo precoz que precede a la fase anal, momento en el que aparecen las tendencias edípicas. La fase genital, ilustrada aquí por el movimiento piadoso del niño, sucede a la fase sádica oral. Con esta brevísima nota introducimos el uso y entendimiento que Klein hace de la creación artística (nos referimos al texto de Colette), ubicando la obra en el lugar de la cura a modo de intento de reparación consecutiva a la pérdida del objeto en la posición depresiva. Aparece el deseo de reparar el daño causado a la madre y de repararse también por la pérdida. La obra de arte, así, aparece como una elaboración de la culpa y del reconocimiento, disipando la angustia y aliviando el malestar al ser capar de producir/ reconstituir el objeto perdido o dañado. 

Introducimos ahora un acercamiento a la sublimación en el texto de Lacan antes de poner en relación su lectura con la que Melanie Klein hace de un relato de Karen Michaelis (1872-1950), “El espacio vacío”, la historia Ruht Kjar, una mujer depresiva que deviene pintora, texto referido por Lacan en el seminario de 1959, La ética del psicoanálisis. 

En “El espacio vacío”, Michaelis cuenta los avatares de una enferma que en sus crisis depresivas siempre se quejaba de sentir un vacío que nunca podía llenar. La enferma, ayudada por su analista, se casa. Parece que todo va bien, pero al cabo de un tiempo reaparecen los accesos melancólicos. En este punto, dice Lacan, “tenemos la maravilla del caso”. El cuñado de la paciente es pintor y sus cuadros cubren las paredes de la casa en la que vive esta mujer. El pintor vende uno de estos cuadros y al retirarlo se modifica la composición: la ausencia del cuadro deja un espacio vacío, visión que precipita una crisis melancólica en la protagonista de esta historia. 

La enferma, que nunca había pintado, se pone en marcha. Manos a la obra, sin formación alguna, pero con ganas, va imitando el estilo de su cuñado y pintarrajea un poco –así lo dice Lacan– en el lugar vacío y le muestra la pared completa a su cuñado. El pintor, sorprendido por la maestría del trabajo le cuestiona la autoría. Pero esta observación no la disuade y la protagonista de Mikaelis sigue pintando con la intención de llenar su vacío. Pinta, y pinta mujeres hasta realizar la imagen de su propia madre. A decir de Klein, este resultado es la demostración de que lo que había que ubicar está allí, la imagen del cuerpo de la madre, motivación suficiente de todo fenómeno sublimatorio. «En los análisis de niños, cuando la representación de deseos destructivos es seguida de la expresión de tendencias reactivas, encontramos constantemente que el dibujo y la pintura son utilizados como medios de reparar a la gente (…) el caso de Ruth Kjär muestra claramente que la angustia de la niña es de la mayor importancia para el desarrollo del yo en las mujeres, y es uno de los incentivos de estas realizaciones. Pero, por otra parte, esta angustia puede ser la causa de grave enfermedad y de muchas inhibiciones».

Lacan indica que Melanie Klein encuentra en este relato la confirmación de un tipo clínico (diagnosticando al personaje como depresiva melancólica) y la corroboración de la hipótesis que plantea que el cuerpo de la madre, Otro Primordial, es el lugar en el que se sitúan las fases de toda operación sublimada. Según Klein, la Cosa freudiana responde a un objeto simbolizable y de entidad imaginaria, el cuerpo de la madre, a desvelar. El cuerpo mítico de la madre, la cosa central que gobierna las representaciones, es lo que de lo real, real primordial en el seminario 7, padece del significante. Real primordial que Lacan asimila ahí a los objetos internos malos de la teoría kleiniana.   

Sobre la sublimación en el pensamiento kleiniano 

Melanie Klein, la clínica extraordinaria que puso en cuestión el núcleo duro de la teoría freudiana, la función paterna. E hizo con ello críticamente, haciendo pasar el cuerpo teórico freudiano por la transmisión analítica: la formación analítica en su dimensión extensa, universitaria, necesariamente articulada a una práctica que consiste en el análisis personal, el control y la propia práctica clínica. 

En el ámbito kleiniano, la sublimación es la operación que posibilita un cambio psíquico propiciado por el deseo de reparar y por la reparación del daño causado al objeto, el cuerpo de la madre y sus representaciones, un objeto separado del propio cuerpo. El proceso de reparación permite leer las dinámicas de la simbolización en los procesos de integración objetal y es lo que se conforma en la fase que Klein llama posición depresiva, posterior a la posición esquizoparanoide, “determinada por la constelación de ansiedades, defensas y relaciones de objeto, objetos internos y externos, que Klein considera característica de los primeros meses de vida de un recién nacido y que en distinta medida persiste en la niñez y la vida adulta. La concepción contemporánea de los estados mentales esquizoparanoides es que éstos tienen importancia significativa a lo largo de toda la vida. La principal característica de la posición esquizoparanoide es la escisión, tanto del yo como del objeto, en lo malo y lo bueno, comienzo en el que la integración entre ellos es escasa o nula… La posición depresiva es una constelación mental que Klein define como esencial en el desarrollo de un niño y que normalmente se experimenta por primera vez alrededor de la mitad del primer año de vida. En el curso de la niñez temprana y de manera intermitente durante la edad adulta, se retorna a la posición depresiva produciéndose nuevas y refinadas elaboraciones de la misma”. 

Nos introducimos en el pensamiento kleiniano de la sublimación con una cita de Julia Kristeva, una lectura pertinente porque nos acerca a un par de reflexiones sobre productos artísticos que nos facilitará el acercamiento a las articulaciones kleinianas. Para Klein la sublimación artística no es un modo especial de esta operación, sino uno entre todos los demás. “Con Melanie Klein, la fantasía relacionada con la madre se ubica en el centro del destino humano. En nuestra cultura judeocristiana, esta revalorización significante de la madre no carece de importancia. La fertilidad de la madre judía era bendecida por Yahveh, pero suprimida del lugar sagrado donde se despliega el sentido de la palabra. La Virgen Madre se convirtió después en el centro vacío de la Trinidad Cristiana. Hace dos mil años, el Hombre de Dolor, Jesús, fundó una nueva religión apelando al padre, sin querer saber lo que había en común entre él y su madre. El niño kleiniano, fóbico y sádico, es el doble interior de ese hombre visible y crucificado, su interioridad dolorosa habitada por la fantasía paranoide de una madre omnipotente. Se trata de la fantasía de la madre que mata y que hay que matar, de una representación encarnada de la paranoia femenina en la cual se proyecta la esquizoparanoia de nuestro yo primitivo y débil. Pero el sujeto llega a liberarse de esa profundidad mortífera, con la condición de reelaborarla indefinidamente como el único valor que nos queda: la profundidad del pensamiento”4. 

Para Lacan, el interés por las producciones artísticas no tiene relación alguna con la supuesta aplicación de la teoría psicoanalítica a la obra de arte. La causa de sus acercamientos no tiene relación alguna con la patografía ni con la estética5, tal como se constituye discursivamente, sino con la ética y sus articulaciones clínicas, lógicamente, porque toda producción cultural, sea o no artística, es un hecho de lenguaje. Entre estos hechos, la producción artística adolece de un carácter significativo: siendo una organización significante, un texto, participa de lo irreductible dando lugar, literalmente, a puestas en forma al margen de la significación. Formas que solo se representan a si mismas, bordeando lo real de la Cosa freudiana, el objeto perdido condición de existencia de la cadena significante, y dando lugar a la organización del vacío. Es la primera tesis de Lacan, cuyo desarrollo se va dando a lo largo del seminario 7, La ética del psicoanálisis, una experiencia que no participa de la evitación del vacío, al modo del dogmatismo religioso, ni de las obturaciones del mismo, como resuelve la ciencia. Una ética, la de la sublimación al margen de toda solución idealizada. Una ética que se va construyendo en el paso del Gran Otro (seminario 5) a La Cosa. 

El Seminario 7 es un momento decisivo en la lectura lacaniana de la sublimierung en Freud. El periodo anterior está señalado por la operatividad del complejo de Edipo, condición de acceso a la realidad que separa al sujeto del goce mortífero, de la destructiva aspiración a la totalidad representada en La Cosa, la Unificación del ser hablante, el Uno con el cuerpo materno que imposibilita la sublimación cuando no opera la función paterna. Así lo plantea en los Complejos familiares, un padre – matriz simbólica de la sublimación pulsional, una función, que va mutando hacia la voluntad de goce, hacia un padre gozador, el de la horda primitiva, en el seminario 7.     

La Cosa freudiana leída por Lacan trasciende la dimensión heideggeriana, la metafórica construcción del recipiente de barro como imagen del límite de la representación. El arte se va definiendo como una práctica simbólica para tratar lo insoportable, el real ingobernable del ex – sistir; una práctica estética para tratar lo irrepresentable de la Cosa. Una práctica que pone en forma Otra Cosa, lo bello velando el horror, cuyo límite es lo ominoso freudiano.  

En el seminario 7, Lacan propone lo bello como puesta en forma simbólico – imaginaria que mantiene la distancia de la presentación de lo ingobernable, de lo real; una defensa que “eleva el objeto a la dignidad de la Cosa”, 

re-presentada a lo largo de este seminario en el ir y venir sobre el uso que algunos artistas visuales hacen de los objetos de la realidad. Paradigma de lo irrepresentable de la representación son las impresiones de Cézanne elevando la manzana, su irrepresentabilidad, a la dignidad de la Cosa, condición necesaria del Otro. Hablamos de un uso que trasciende el saber hacer ideal, vinculado al conocimiento de las cosas que en materia pictórica se va construyendo entre las técnicas, los procedimientos y los acercamientos a las producciones discursivas; de un uso que implica una enunciación subjetiva de lo percibible, de eso que está en el corazón del signo de percepción freudiano y en sus preguntas sobre la naturaleza de los objetos artísticos.  

Cuatro años después, en el seminario 11 (Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis) la articulación arte-pulsión se ordena mediante la operatividad de la castración simbólica y su incidencia fragmentaria, en razón de la parcialidad de la pulsión en los bordes de los orificios pulsionales. La producción artística no sería tanto un posible rodeo de la Cosa sino posibilitar su encuentro. Es lo que Lacan deduce de la estética anamórfica, una estética del encuentro que no está vinculada al uso que los artistas hacen de los objetos de la realidad (las manzanas de Cezanne6, los zapatos de Vang Gog, la guirnalda de Prèvert…) sino sobre lo que opera como suspensión de lo familiar, como la rotura siniestra planteada por Freud en “Lo ominoso”, texto fundamental para el pensamiento estético puesto en valor por Lacan en el seminario 10, La angustia. 

En el seminario 11, en las sesiones dedicadas especialmente a la elucidación de la pulsión escópica y del objeto mirada, Lacan propone en cierto modo una definición de la obra de arte articulada a la función cuadro, condición necesaria para que un objeto sea una producción artística. ¿Qué es un cuadro? es la pregunta sobre la que Lacan trabaja en Los cuatro conceptos, cuestionando la clasificación hegeliana de las artes, jerárquica, construida en razón de la desmaterialización física de lo artístico (de la arquitectura al trío romántico: pintura, música, poesía). La función cuadro, posibilidad de producir en torno a un encuentro con lo real, es condición necesaria para que una producción participe de la categoría “arte”. Una función que es del orden del dar de comer al ojo, gustosamente; del deponer la mirada, del abandonarse al placer. Algo dado al ojo, no a la mirada, dice Lacan. Una “función mancha” que implica la representación del límite de posibilidad de la representación del sujeto entregado a la mirada del Otro. ¿De qué mirada se trata? No es la mirada del sujeto, sino la mirada del Otro que recae en el sujeto; un sujeto que es el lugar de la representación no pudiendo representarse a sí mismo (un sujeto es lo que representa un significante para otro significante, sin que en ningún caso lo represente). Una “mancha” que aniquila el sujeto de la representación, que perfora el campo semántico de la obra.        

En este seminario, el paradigma pictórico de la función cuadro que activa la mancha es Los embajadores, de Holbein. Recalcatti hace uso del término deconstrucción formal para explicar la sintaxis de esta pintura; emplea el término para explicar la lectura que Lacan hace de esta pintura. La deconstrucción, para Derrida, que es quien lo propone, es un método de análisis del discurso, de lectura del diferir podríamos decir. Metodológicamente, Holbein ubica una forma flotante, oblicua, difusa y asemántica construyendo el primer plano; en un segundo plano están retratados los embajadores, con su carga representativa investida de los semblantes de la época dispuestos también en el tercer plano de la composición, a modo de fondo. Eso que irrumpe en el texto está en primer plano y no responde a los realismos ni a los simbolismos en pintura, organizando el cuadro, posibilitando la función cuadro, la mancha de la que podemos saber más forzando el punto de vista. Un forzamiento que articula lo íntimo a lo exterior, una imagen del encuentro con lo indecible. A modo de fondo, los semblantes. En primer lugar, lo indecible; lo imposible de afrontar; delimitable si y solo si se modifica el punto de vista.   

En el seminario 7, Lacan dialoga con los fundamentos kleinianos sobre la sublimación establecidos en torno a la noción de reparación simbólica de los daños inflingidos a la madre en la fase esquizoparanoide, ubicando la sublimación a partir del apego del sujeto al objeto fundamental, el más arcaico, a la Cosa materna (EP 134). Lacan señala dos acercamientos de importancia en el ámbito kleiniano: El primero, relacionar la solución sublimatoria a las relaciones del sujeto con la Cosa materna y no con el Yo y sus «intereses libres de conflicto». El segundo el mostrar la proximidad entre el trabajo de duelo y el trabajo de la sublimación, entre el objeto melancólico y el objeto de la sublimación. El relato de Michaelis pone de relieve esta relación mostrando como la condición del acto creativo es, por estructura, afín a la condición genéricamente melancólica caracterizada por una relación privilegiada del sujeto con el vacío. En este caso el acto creativo surge a partir del efecto que tiene en el personaje la desaparición de un cuadro.

La teoría kleiniana insiste en la formación de los juicios de atribución y de existencia, cuyos principios establece Freud en La negación (Die Verneinung, 1925). Su especificidad teórica se funda en dos conceptos: la posición esquizoparanoide, que combate violentamente toda pérdida, y la posición depresiva, también referida a la pérdida, articulada al trabajo del duelo y a la reparación de lo dañado, representado en dos objetos psíquicos parciales y primordiales: el seno y el pene.  Estos dos objetos parciales se conjugan en una escena imaginaria inconsciente denominada por Klein “escena materna”.

Los otros objetos son sustitutos metonímicos de los dos privilegiados por Klein. 

La realidad exterior es una “cosmovisión” de la realidad psíquica misma que permite al niño asegurarse cierta identidad de percepción y de pensamiento entre los objetos imaginarios y los de la realidad, los externos e ir adquiriendo progresivamente los juicios de atribución y de existencia y lograr un dominio de la angustia con la que lo confrontan a la exigencia de satisfacción pulsional, pulsiones de vida y de muerte, que exigen de él objetos reales o sustitutos imaginarios para su satisfacción. A esta exigencia hace frente mediante dos operadores defensivos a la que sucede una serie de procesos de tipo sublimatorio. Los dos operadores son de orden cuantitativo y cualitativo. Cuantitativamente, el objeto es escindido (fragmentado, parcializado, despedazado y multiplicado). Cualitativamente, dos categorías, la de lo bueno y la de lo malo, califican la naturaleza del objeto. Estos operadores defensivos abren paso a procesos de tipo sublimatorio: la introyección en sí mismo, la proyección fuera de sí mismo y la identificación con lo que es introyectado o proyectado, dando lugar a las identificaciones proyectivas e introyectivas. Producidas estas sublimaciones, los objetos, las pulsiones, las angustias y otros afectos pueden ser conservados, rechazados, retomados, destruidos, idealizados, reparados, elaborados por el niño. 

Sublimaciones, defensas, posturas atributivas, existenciales o identificatorias, dominio de las pulsiones y de las angustias, represión, son funciones tradicionalmente atribuidas al yo en psicoanálisis. La instancia del yo opera a través de estas funciones vitales y en la teoría kleiniana se confronta con un Edipo al que sus objetos imaginarios, duplicando los de la realidad para fundar su identidad, pone precozmente en escena. Contemporáneo a este Edipo se presenta un Superyó que activa el sentimiento inconsciente de culpa. El Superyó kleiniano no responde solo a la instancia coercitiva y moral que expone Freud en las tres instancias creadas por Freud en la segunda tópica, es el significante del deseo de su teoría, lo que le da consistencia. Citamos a Klein, dirigiéndose a Jones: “Según mi opinión, el psicoanálisis ha recorrido un camino más o menos rectilíneo hasta llegar a este descubrimiento decisivo que no fue nunca igualado”.

Al concepto freudiano de inconsciente, establecido en torno a las vicisitudes de los efectos del encuentro con el goce y las dinámicas de la represión, Klein aporta la insistencia en el dolor psíquico del recién nacido y en las nociones de escisión/ disociación o clivaje y en la capacidad precoz para sublimar los daños de esta disociación. Este sería el núcleo del complejo kleiniano y desde ahí, siempre articulado clínicamente, va construyendo los fundamentos de su lectura del texto de Freud. 

En Klein, la pulsión tiene un objeto primero: el pecho/ madre, un cuerpo y una función; aunque no lo plantea así, así se puede leer. El semejante, el otro, está ahí desde siempre y lo que ahí se establece, lo que organiza las relaciones entre el objeto y el yo, dará lugar progresivamente a las precocidades de un Edipo (Klein lo sitúa en torno a los dos, tres años del niño) y un Súper-Yo que centrarán la vida psíquica en lo que apuntala la experiencia de la castración. A diferencia de Freud, que constituye el fundamento de la vida psíquica en la experiencia de la castración y en la función paterna. 

Klein construye clínicamente una madre, una función materna, en el despliegue de la transferencia y la contratransferencia manifestada en análisis mediante el juego. El juego de la fantasía tejida entre las palabras y las acciones que se despliegan en el dispositivo, un trabajo en torno a la pulsión que trata de hacer conscientes los vínculos, las variables de la relación de objeto con las que el sujeto da sentido, si cabe decirlo así, a los efectos del encuentro con el goce. O dicho con Klein, a engendrar sentido en relación al sufrimiento para que no de lugar a una inhibición. 

Es importante considerar que Melanie Klein atribuye la capacidad de experimentar la pérdida de un objeto total (la madre, no su parcialidad- el pecho) a partir de los seis meses. A partir de los seis meses el infans se aliena en el Otro, reconociéndose ahí (Estadio del espejo). Alienado, puede perderse ahí. Se ha de dar esa alienación, condición necesaria, para perderse. En Klein esa experiencia de la pérdida sucede a la introyección del objeto. Introyección y alienación son nociones que se superponen. La maduración neurobiológica y psicomotriz contribuye, crea condiciones, para que lo percibido y su fijación memorística anticipen la localización de la madre total, buena y mala a la vez, y diferente. Un objeto diferente, leámoslo literalmente: algo que no es ni lo mismo ni un trocito de ello. Es algo que difiere de los otros objetos, los incluidos en el espacio familiar. Este reconocimiento de la madre, de la diferencia, es correlativo a la experiencia del yo, a su constitución ideal, reduciendo la proyección. Y así, los objetos buenos y malos se van tolerando, tolerándose también la separación entre el proto yo los otros objetos. Esto va sucediendo en lo que Klein designa como posición depresiva, ahí donde se da la pérdida del objeto y el dolor por esa pérdida, constituyéndose una realidad psíquica interna del supuesto objeto perdido. Esta constitución hace posible, tolerable, la pérdida porque el objeto constituido e internalizado es diferente del infans, instalándose así la simbolización. El símbolo es una propiedad del psiquismo relativa a una realidad perdida. Para Klein el proceso de sublimación-simbolización, fantasía-pensamiento, escisión-represión se centra en la posibilidad de la interiorización de la pérdida del objeto madre como objeto total (madre buena y mala).          

Klein aplica sus teorías a algunas producciones sublimadas para obtener una ilustración de lo que observa en su clínica: “Mi experiencia clínica me ha enseñado que el pecho nutricio representa para el lactante algo que tiene todo lo que él desea; es una fuente inagotable de leche y amor, que no obstante él se reserva para su propia satisfacción: es entonces el primer objeto que el niño envidia. Ese sentimiento intensifica su odio y su reivindicación, y de este modo perturba la relación con la madre. Las formas excesivas que puede revestir la envidia denotan que los elementos paranoides y esquizoides son particularmente intensos; ese niño puede considerarse enfermo. […] [Después la envidia] adoptará formas en las que no se apega únicamente al pecho, sino que se encuentra desplazada sobre la madre que recibe el pene del padre, que lleva hijos en el vientre, los pone en el mundo y los alimenta […]. 

Estos ataques se dirigen sobre todo contra la creatividad. La envidia es un lobo voraz, como escribió Spenser en The Faene Queene […]. Esta idea teológica nos llegaría de San Agustín, quien describe una fuerza creadora, la Vida, que opone a una fuerza destructora, la Envidia (…) La felicidad experimentada en el curso de la infancia y el amor del objeto bueno que enriquece la personalidad subtienden la capacidad para el goce y la sublimación: sus consecuencias se hacen sentir hasta una edad avanzada. Goethe ha escrito que “El que puede conciliar el final de su vida con su comienzo es el más feliz de los hombres”; yo me siento tentada a interpretar ese “comienzo” como la primera relación feliz con la madre, una relación que, a lo largo de toda la vida, atenuará el odio y la angustia, y continuará confortando y dispensando su apoyo al sujeto de edad. Un niño pequeño que ha podido instaurar con seguridad su objeto bueno encuentra compensaciones a las pérdidas y las privaciones de la edad adulta. Todo esto le parecerá siempre inaccesible al envidioso, pues él nunca se sentirá satisfecho y sus sentimientos de envidia se verán constantemente reforzados”. 

Con la posición depresiva sale a luz otra novedad, que favorecerá la creatividad: el sentimiento de depresión moviliza el deseo de reparar los objetos. Al creerse responsable de la pérdida de la madre, el bebé imagina también que mediante su amor y sus cuidados podrá deshacer las fechorías de su agresión. “El conflicto depresivo es una lucha constante entre la destructividad del lactante, y su amor y sus pulsiones reparadoras.” Para enfrentar el sufrimiento depresivo debido a la sensación de haber dañado al objeto externo e interno, el lactante se esfuerza en reparar y en restaurar el objeto bueno. Entonces acrecienta su amor: “La reaparición de la madre y su amor […] son esenciales para este proceso […]. Si la madre no reaparece o falta su amor, el niño puede encontrarse a merced de sus miedos depresivos y persecutorios.” En efecto, la sublimación tiene la ruda tarea de salvar “los trozos a los que ha quedado reducido el objeto amado”, mediante un supremo “esfuerzo para reunirlos […]. Surge que el deseo de perfección enraíza en el miedo depresivo a la desintegración”. (“El amor no envidia”. Melanie Klein, Envidia y gratitud y otros ensayos (1957), trad. franc. Gallimard)

En la teoría kleiniana localizamos dos tiempos y dos formulaciones de la sublimación. En un primer momento (1923), antes de incorporar el problema de la agresividad, articula la sublimación a la simbolización de las mociones sexuales en tres tiempos: el de la identificación entre el objeto sexual y el no sexual; el del desprendimiento de lo no sexual, núcleo del simbolismo, y un tercer tiempo en el que se asienta la actividad sublimada. Incorporada la agresividad a su teoría, la sublimación responde a la reparación del objeto imaginariamente agredido.  

La lectura del Leonardo de Freud corresponde a estas primeras formulaciones, argumentando que la operación sublimada produciría la identificación fantaseada entre objetos sexuales y objetos de la autoconservación, entre los objetos parciales (pecho, pene, buitre) y las actividades fantaseadas (succión del pecho, felación) dando lugar al desprendimiento del fantasma del buitre que deviene el recuerdo infantil de Leonardo. En Leonardo la actividad placentera, ligada al fantasma de felación, se desliga de la sexualidad transfiriéndose a otras tendencias yoicas, motivo por el que no hace un síntoma histérico. El desasimiento neurótico se facilita mediante la capacidad de Leonardo de trasladar la libido narcisista al plano de los objetos, desplazamiento que dará lugar a los objetos de la investigación artística y científica. A este desplazamiento se suman la capacidad para mantener una gran cantidad de libido en suspensión, sin sintomatizar patológicamente y sin “complacencia somática”, proceso propiamente histérico, siendo el yo el objeto que se complace. Así, sería el yo el que acapararía el placer vinculado a las fantasías, escapando a la represión. 

Podemos decir que Freud estudia el recuerdo infantil de Leonardo da Vinci reparando en aspectos del tema de la pintura y los conecta a algunos aspectos biográficos del artista. “Busca encontrar la función que su fantasía original ha desempeñado en su creación”. No estudia la obra como producto estético sino como una elaboración que pone a prueba el fundamento de su teoría, sin que esta prueba ubique la obra en el ámbito discursivo: estético, histórico o cualquier otra vertiente del saber universitario.   

En la teoría kleiniana la represión y la sublimación comparten la causa sexual, el estatuto simbólico de las fantasías sexuales. Para diferenciar ambas operaciones Klein establece las nociones de egodistonía y egosintonía significando lo sublimable aquello a lo que el yo se puede adaptar.

La segunda conceptuación kleiniana propone la agresividad dirigida al objeto y la consiguiente necesidad de restituir imaginariamente la agresión, separándose de la concepción freudiana de la sublimación. Klein plantea que la angustia es causa y motor de las operaciones sublimatorias dando lugar al distanciamiento del objeto temido. La simbolización sería el medio por el que cabe la reparación del objeto agredido, especialmente el cuerpo de la madre en tanto Otro primordial y contemporánea a la fase depresiva. La creación de un objeto, acto simbólico de la reparación, sería la garantía de la unidad del yo. Yo que en este momento es un producto de la introyección del objeto que ha sobrevivido a las agresiones de los primeros momentos de la vida pulsional. Este supuesto pone de relieve la acción del superyó movilizado por los sentimientos de culpa y la cercanía de la sublimación a los procesos de idealización, distanciando la sublimación de las mociones pulsionales tal como las va apuntando Freud. Klein insiste en la disposición del yo para absorber las investiduras eróticas y transformarlas en libido narcisista mediante la identificación con los objetos y la consiguiente creación de símbolos. Esta deriva kleiniana ha dado lugar a cierta identificación entre la sublimación y los ideales armónicos de la buena forma vinculados al goce estético, especie de interpretación canónica de las vertientes desexualizadas de la mítica pusional. (Kohut y Levarie, 1950)

En Klein la distinción entre sublimación y represión no siempre está clara: ambos procesos participan de la figuración simbólica, disolviendo así la dimensión enigmática de la creación planteada en el texto freudiano. 

  1. Derrida, J. La verdad en pintura (trad. M Cecilia González y Dardo Scavino), Paidós, Buenos Aires, 2001, p.74
  2. Lacan, J. La relation d’objet, S.4, p. 224. gaogoa.free.fr/ Seminaire.htm. “De Juan el fetiche al Leoneardo del espejo”, La relación de objeto (1956-1957), Paidós, Buenos Aires, 2008, pp 415-439.
  3. Klein, M. “Situaciones infantiles de angustia reflejadas en una obra de arte y en el impulso creador”, Ensayos de psicoanálisis (OC,1029)
  4. Kristeva, J. El genio femenino. La vida, la locura, las palabras
  5. Siguiendo a Recalcatti, una primera estética de Lacan es la que representa la producción artística como lo que resulta de la posible organización del vacío como tratamiento de la Cosa, sublimación de lo ingobernable que se manifiesta artísticamente como una organización significante; una segunda estética estaría representada por la función anamórfica, el cuadro como función que activa “la mancha”,  lo que hace surgir lo real ubicado en el núcleo de la obra; función tyché que da lugar al encuentro con el real irrepresentable de la Cosa.  Una tercera estética es la que se derivaría de la consistencia de la repetición, de la “puesta en forma” de lo que viene de la contingencia, del encuentro en su dimensión radical. Hablamos de la letra, de la reducción del S2, de la cadena significante, de la emancipación del sentido que Lacan articula a la producción de Joyce dada la expansión del mismo, llevado al extremo, al sinsentido.
  6. “Le debo la verdad en pintura. Y se la diré “. Derrida extrae esta frase de una carta de Cézanne a Émile Bernard, motivo de su ensay al que nos hemos referido, La verdad en pintura, Paidós, Barcelona, 2002.